Amadísimos hermanos en el sacerdocio de Cristo:
Este año también deseo poner de relieve la grandeza de este día, que nos reúne a todo en torno a Cristo. Durante el Triduo Sacro en la Iglesia se hace más profunda la conciencia del Misterio pascual. A nosotros, sacerdotes, se dedica de modo particular este día del Jueves Santo. El Memorial de la última Cena se reaviva y actualiza en este día, y nosotros contamos en él lo que nos hace vivir, es decir, lo que somos por la gracia de Dios. Volvemos nuevamente a los orígenes mismos del sacrificio de la nueva y eterna Alianza y a la vez a los orígenes de nuestro sacerdocio, que tiene su ser y plenitud en Cristo. Contemplamos a Aquel que durante la Cena pascual pronunció las palabras: “Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”, “éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados” (cf. Mt 26, 26-28; Lc 22, 19-20); en virtud de estas palabras sacramentales Jesús se nos reveló como Redentor del mundo y, a la vez, como Sacerdote de la nueva y eterna Alianza.
La Carta a los Hebreos expresa plenamente esta verdad cuando afirma que Cristo es el “Sumo Sacerdote de los bienes futuros”, el cual “penetró en el santuario una vez para siempre… con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”; mediante la sangre derramada en la cruz, “se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios” en virtud del “Espíritu Eterno” (cf. Heb 9, 11-14).
Por ello el único sacerdocio de Cristo es eterno y definitivo, al igual que es eterno y definitivo el sacrificio que él ofrece. Cada día, y en particular durante el Triduo Sacro, esta verdad se hace viva en la conciencia de la Iglesia: “Tenemos un Sumo Sacerdote” (cf Heb 4, 14).
Lo que tuvo lugar durante la última Cena ha hecho que el sacerdocio de Cristo sea un sacramento de la Iglesia. Este ha venido a ser signo de su identidad hasta el fin de los tiempos y fuente de aquella vida en el Espíritu, que la Iglesia recibe incesantemente del Señor. De esta vida participan todos aquellos que, en Cristo, constituyen la Iglesia. Todos participan del sacerdocio de Cristo, y tal participación significa que mediante el bautismo “de agua y de Espíritu” (Jn 3, 5) han sido consagrados, para ofrecer los sacrificios espirituales en unión con el único sacrificio de la Redención en el que se ha ofrecido Cristo mismo. Todos -como pueblo mesiánico de la Nueva Alianza- participamos en Cristo del “sacerdocio real” (cf. 1 Pe 2, 9).
2. Con motivo de la reciente publicación de la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, nos parece particularmente actual recordar esta verdad. Esta Exhortación contiene el fruto de los trabajos del Sínodo de los Obispos, reunido en sesión ordinaria en 1987, y cuyo tema fue la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.
Es preciso que todos conozcamos ese importante documento y que, a su luz, meditemos sobre nuestra propia vocación. Esta reflexión resulta particularmente actual en el día en que conmemoramos la institución de la Eucaristía, así como el ministerio sacramental de los sacerdotes, relacionados con ella.
En la Constitución dogmática Lumen gentium el Concilio Vaticano II ha recordado la diferencia que hay entre el sacerdocio común de todos los bautizados y el sacerdocio que se recibe con el sacramento del Orden. El Concilio llama a este último “sacerdocio ministerial”, lo cual designa a la vez “oficio” y “servicio”; y es también “jerárquico”, en el sentido de servicio sagrado. En efecto, “Jerarquía” significa gobierno sagrado, que en la Iglesia es servicio.
Recordemos el conocido texto conciliar: “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, celebra el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (Lumen gentium 10; cf. Christifideles laici, 22).
3. Durante el Triduo Sacro se presenta a los ojos de nuestra fe el único sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, que es Cristo mismo. A él, en verdad, se pueden aplicar las palabras sobre el Sumo Sacerdote que “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres” (Heb 5, 1). Como hombre, Cristo es sacerdote, es el “Sumo Sacerdote de los bienes futuros”; mas, este hombre sacerdote es a la vez el Hijo consubstancial al Padre. Por ello su sacerdocio -el sacerdocio de su sacrificio redentor- es único e irrepetible. Es el cumplimiento transcendente de todo el contenido del sacerdocio.
Ahora bien, precisamente este único sacerdocio de Cristo es participado por todos en la Iglesia mediante el sacramento del bautismo. Si bien las palabras “sacerdote tomado de entre los hombres” se refieren a cada uno de nosotros, que participamos del sacerdocio ministerial, indican ante todo la pertenencia al pueblo mesiánico, al sacerdocio real; e, indican también nuestro enraizamiento en el sacerdocio común de los fieles, que es el origen de la llamada de cada uno de nosotros al ministerio sacerdotal.
Los fieles laicos son aquellos de entre los cuales cada uno de nosotros ha sido elegido; aquellos de entre los cuales ha surgido nuestro sacerdocio. En primer lugar están nuestros padres y demás familiares, así como tantas personas del ambiente social de origen; ambiente humano y cristiano, y a veces descristianizado. En efecto, la vocación sacerdotal no siempre nace en una atmósfera propicia; en ocasiones, la gracia de la vocación pasa a través de un contraste con el ambiente, incluso a través de la resistencia encontrada a veces en los mismos familiares.
Además de las muchas personas que conocemos y que podemos identificar personalmente a lo largo del camino de nuestra vocación, existen aún otras muchas que no conocemos. Nunca podremos precisar a quién debemos la gracia de la vocación: que personas colaboraron con sus oraciones y sacrificios con el misterio de la economía divina.
En todo caso, las palabras “sacerdote tomado de entre los hombres” tienen un sentido muy amplio. Al meditar hoy sobre la institución del sacerdocio de Cristo, en lo íntimo de nuestro ser (incluso antes de haberlo recibido por la imposición de manos del Obispo), hemos de vivir este día como deudores. ¡Sí, Hermanos, nosotros somos deudores! Como deudores de la inescrutable gracia de Dios, nosotros nacemos al sacerdocio; nacemos del corazón del Redentor mismo en el sacrificio de la cruz. Y, al mismo tiempo, nacemos del seno de la Iglesia, pueblo sacerdotal. Este pueblo es el terreno espiritual de las vocaciones, la tierra cultivada por el Espíritu Santo, Paráclito de la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
El Pueblo de Dios se alegra por las vocaciones sacerdotales de sus hijos. En las vocaciones este Pueblo comprueba la propia vitalidad en el Espíritu Santo; halla la confirmación del sacerdocio real, mediante el cual Cristo, “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” está presente en la historia humana y en las comunidades cristianas. También Cristo fue “elegido de entre los hombres”. Es el “Hijo del hombre”, el Hijo de la Virgen María.
4. Allí donde faltan las vocaciones la Iglesia ha de hacerse particularmente solícita. De hecho se hace muy solícita; y en esta solicitud han de participar igualmente los laicos cristianos.
A este respecto, el Sínodo de los Obispos de 1987 ha hecho oír su voz con palabras elocuentes, no solamente por parte de los Obispos y sacerdotes, sino también por parte de los mismos laicos presentes.
Esta solicitud da testimonio de lo que significa el sacerdote para los laicos: da testimonio de su identidad, de su dimensión comunitaria y social. En efecto, el sacerdocio es un sacramento sociable, pues el sacerdote “es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios” (Heb 5, 1).
El día antes de su pasión y muerte en la cruz, Jesús, en el Cenáculo, lavó los pies a los Apóstoles, y lo hizo para subrayar que “no había venido a ser servido, sino a servir” (cfr. Mc 10, 45).
Todo lo que Cristo hacía y enseñaba estaba en función de la obra, de la redención; la expresión última y más completa de su misión mesiánica es la Cruz en el Calvario. En ella ha sido confirmado plenamente que el Hijo de Dios se ha hecho hombre “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Y esta misión salvífica, que tiene una irradiación universal está “inscrita” para siempre en el sacerdocio de Cristo. La Eucaristía -sacramento del sacrificio redentor de Cristo- lleva consigo este “signo”. Cristo, que ha venido para servir, está presente sacramentalmente en la Eucaristía precisamente para servir. Este servicio es, al mismo tiempo, la plenitud de la mediación salvífica: Cristo ha entrado en un santuario, eterno, “en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Heb 9, 24). Verdaderamente, El “está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”.
Cada uno de nosotros, que mediante la Ordenación sacramental participa del sacerdocio de Cristo, debe tener siempre presente este “signo” de la misión redentora de Cristo. Pues nosotros -cada uno de nosotros- también hemos sido constituidos “en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”. El Concilio afirma justamente que “los laicos… tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos” (Lumen gentium, 37).
Este ministerio constituye el centro mismo de nuestra misión. Sin duda también nuestros hermanos y hermanas -los fieles laicos- desean ver en nosotros a los “servidores y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1). En esta dimensión debe realizarse la plena autenticidad de nuestra vocación, de nuestro lugar en la Iglesia. Durante el Sínodo de los Obispos, sobre el apostolado de los laicos, se recordó a menudo que éstos tienen en gran estima la autenticidad de la vocación y de la vida sacerdotal. Esta es, más bien, la primera condición para la vitalidad del laicado y para el apostolado específico de los laicos. De ningún modo se trata de la laicización del clero, como no se trata tampoco de la “clericalización;” de los laicos. La Iglesia se desarrolla orgánicamente según el principio de la multiplicidad y diversidad de los “dones” o sea, de los carismas (cfr. Christifideles laici, 21-23). Cada uno, en efecto, “tiene de Dios su gracia particular” (1 Cor 7, 7) “para provecho común (ibíd., 12, 7). “Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios” (1 Pe 4, 10). Estas indicaciones de los Apóstoles son plenamente actuales aun en nuestros días. A todos igualmente tanto a los ministros ordenados como a los laicos se refiere la recomendación de “comportarse de una manera digna de la vocación” (cf. Ef 4, 1), de la que cada uno ha sido hecho partícipe.
5. Por tanto, es necesario que hoy, en un día tan sagrado y tan lleno de profundos contenidos espirituales para nosotros, meditemos una vez más, y profundamente, sobre el carácter particular de nuestra vocación y de nuestro servicio sacerdotal. Los presbíteros –enseña el Concilio– “por su propio ministerio están obligados… a no configurarse con este siglo; pero, al mismo tiempo, están obligados a vivir entre los hombres” (cfr. Presbyterorum ordinis, 3). En la vocación sacerdotal de un pastor debe haber un lugar especial para los laicos y para su “laicidad”, que es también un gran bien de la Iglesia. Esta actitud acogedora es signo de la vocación del sacerdote como pastor.
El Concilio ha demostrado con gran claridad que la “laicidad” fundamentada en los sacramentos del bautismo y de la confirmación, la laicidad como dimensión de la participación común del sacerdocio de Cristo, constituye lo esencial de la vocación de todos los fieles laicos. Y los sacerdotes “no podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena”, y al mismo tiempo, “tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos” (ibíd.). Esto indica precisamente aquella acogida de la “laicidad”, que debe estar profundamente inscrita en la vocación sacerdotal de cada pastor: la acogida de todo aquello con que se expresa esta “laicidad”. En todo esto el sacerdote debe intentar reconocer la “verdadera dignidad cristiana” (Lumen gentium, 18) de cada uno de sus hermanos y hermanas laicos: más aún, se debe esforzar por hacerlas presente a ellos mismos, para educarles en esta dignidad mediante su servicio sacerdotal.
Reconociendo la dignidad de los laicos y “su papel específico en el ámbito de la misión de la Iglesia”, “los presbíteros son hermanos entre sus hermanos, como miembros de un sólo y mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación ha sido encomendada a todos” (Presbyterorum ordinis, 9).
6. Desarrollando dentro de sí esta actitud hacia todos los fieles laicos y su “laicidad”, marcados también éstos por el don de la vocación recibida de Cristo, el sacerdote puede realizar la labor social que está unida a su vocación de pastor Es decir, puede “reunir” a las comunidades cristianas, a las que es enviado. El Concilio pone de relieve en diversos lugares esta labor. Los sacerdotes, “ejerciendo… el oficio de Cristo… reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu” (Lumen gentium, 28).
Este “reunir” es servicio. Cada uno de nosotros debe ser consciente de reunir a la comunidad no alrededor de sí mismo, sino de Cristo, y no para sí mismo, sino para Cristo, para que él mismo pueda actuar en esta comunidad y a la vez en cada uno, con el poder de su Espíritu Paráclito, y según el “don” recibido por cada uno de este Espíritu “para el provecho común”.
Por consiguiente, este reunir es servicio, y lo es tanto más en cuanto el sacerdote “preside” la comunidad. A este respecto el Concilio subraya que “es menester… que, sin buscar su propio interés, sino el de Jesucristo, de tal forma presidan los presbíteros que aúnen su trabajo con los fieles laicos” (Presbyterorum ordinis, 9).
Este “reunir” se entiende no como algo circunstancial sino como una constante y coherente edificación de la comunidad. Precisamente aquí es indispensable la colaboración de la que se habla en el texto conciliar. También aquí deben “descubrir con sentido de fe, reconocer con gozo y fomentar con diligencia los multiformes carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos”, se lee en el mismo Decreto conciliar (ibíd.). “Encomienden igualmente con confianza a los laicos funciones en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y campo de acción … ” (ibíd.).
Refiriéndose a las palabras de San Pablo, el Concilio recuerda a los presbíteros que “están puestos en medio de los laicos para llevarlos a todos a la unidad de la caridad, amándose unos a otros con caridad fraternal y unos a otros previniéndose en las muestras de deferencia (Rm 12, 10) (ibíd.).
7. En el momento presente, después de la publicación de la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, muchos sectores de la Iglesia están estudiando su contenido, en el que se ha manifestado la solicitud colegial de los Obispos reunidos en el Sínodo. Este Sínodo, por lo demás, ha sido un eco del Concilio en el intento de indicar -a la luz de múltiples experiencias- la orientación que debería seguir el Magisterio conciliar sobre el laicado. Es bien sabido que este Magisterio se ha demostrado particularmente fecundo y alentador, lo cual ciertamente corresponde también a las necesidades de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
Nosotros vemos estas necesidades con toda su importancia y complejidad. Por esto el conocimiento del documento postsinodal nos permitirá afrontarlas y, en muchos casos, nos ayudará además en nuestro servicio sacerdotal. “Los sagrados Pastores -leemos en la Constitución dogmática Lumen gentium– conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo” (n 30).
Promoviendo la dignidad y responsabilidad de los laicos, “recurran gustosamente a su prudente consejo” (ibíd. 37). Todos los Pastores -Obispos y sacerdotes- “exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano” (Gaudium et spes, 43). De esta manera, “se robustece en los laicos el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian más fácilmente las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores” (Lumen gentium, 37).
También esto -entre otras cosas- será objeto de estudio en la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la formación sacerdotal, anunciado para el año 1990. Esta serie de temas permite ya de por sí comprender que, en la Iglesia, existe una profunda relación entre la vocación de los laicos y la de los sacerdotes.
8. Al recordar todo esto en la Carta para el Jueves Santo de este año, he deseado tocar un tema relacionado de manera esencial con el sacramento del Orden. Hoy nos reunimos en torno a nuestros Obispos, como Presbiterio de las Iglesias locales y particulares, en tantos lugares de la tierra. Concelebramos la Eucaristía, renovamos las promesas sacerdotales relacionadas con nuestra vocación y nuestro servicio en la Iglesia de Cristo. Es la gran jornada sacerdotal de todas las Iglesias del mundo en la única Iglesia universal. Nos damos recíprocamente el abrazo de la Paz y con este signo queremos llegar a todos los Hermanos en sacerdocio, incluso a los que están lejos de nosotros en los distintos lugares de la tierra. Ofrecemos precisamente este mundo junto con Cristo al Padre en el Espíritu Santo: este mundo actual, “esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive” (Const. past. Gaudium et spes, 2). Actuando “in persona Christi” como “administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1), somos conscientes de la dimensión universal del Sacrificio eucarístico.
Los fieles laicos -nuestros hermanos y hermanas- en virtud de su vocación están vinculados a este “mundo” de manera distinta a la nuestra. El mundo les ha sido dado por Dios en Cristo Redentor, como tarea. Su apostolado debe llevar directamente a la transformación del mundo con el espíritu del Evangelio (cfr. Christifideles laici, 36). Ellos vienen para encontrar en la Eucaristía de la cual somos ministros por la gracia de Cristo la luz y la fuerza para realizar esta tarea.
Pensando en ellos, renovemos en todos los altares de la Iglesia en el mundo el ministerio redentor de Cristo. Renovémoslo, como servidores “buenos y fieles”, “que el Señor al venir encuentra despiertos” (cfr. Lc 19, 17; 12, 37). Así sea.
A todos vosotros, queridos Hermanos en el sacerdocio de Cristo, envío mi cordial saludo y la Bendición Apostólica.
Vaticano, 12 de marzo, V domingo de Cuaresma, del año 1989, undécimo de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
Fonte: www.vatican.va